Las llamas consumían los escombros que quedaron después de la masacre. A lo lejos se oía el galope de los caballos que, junto a sus jinetes, se alejaban con un gran botín. Mientras pasaba esto, un ermitaño se acercaba con sigilo para ver lo que había ocurrido en aquel lugar.
Cubierto con una capa, y de forma sutil, iba saltado de árbol en árbol haciendo caer las hojas secas que morían al igual que aquella aldea al pie de la montaña Lifer.
¿Quién fue capaz de tal atrocidad? No tuvieron piedad ni de mujeres ni de niños. Arrasaron con todo: quemaron las casas; se robaron la cosecha; se robaron el oro, la plata, piedras preciosas y capturaron a las jóvenes más hermosas para llevarlas en calidad de esclavas mientras la aldea se consumía en la destrucción.
La agilidad de aquel hombre lo hizo llegar cuanto antes. Su rostro estaba cubierto de sombras y sus ojos brillaban rojizos reflejando el movimiento de las llamas. Inspeccionó un poco el lugar. Había cuerpos tirados por doquier, flechas y espadas ensangrentadas. También habían caído algunos bandidos en batalla. El hombre lo supo al ver las marcas que llevaban algunos cuerpos justo debajo de la muñeca, estas le eran muy familiares y sabía que las había visto antes en algún lugar del norte, pero no lo recordaba con precisión.
El ermitaño había planeado bajar unas horas antes a la aldea a comprar algunos víveres; sin embargo, el destino ese día hizo de las suyas para que se quedará dormido más de la cuenta y bajará a la aldea tres o cuatro horas después de lo planeado. Si lo hubiera hecho antes, tal vez ahora estaría tirado en el suelo igual que uno de esos pobres campesinos.
El sol se iba ocultando mientras aquel hombre rebuscaba en los escombros esperando encontrar algo de valor que pudiera rescatar. No encontró mucho: solo unas vasijas que servirían para guardar algo de comida. Después de una hora, decidió volver y, cuando se adentró en el bosque, pudo notar un pequeño rastro de sangre que estaba empezando a desaparecer.
Decidió seguirlo con cautela, saltando sigilosamente entre los árboles, para ver de qué se trataba. Sin embargo, unos pasos más adelante el rastró se desvaneció dejándolo confundido, pero también con intriga. Sus ojos recorrieron todo el lugar, pero no había nada ni nadie. Pasaron unos minutos y se dio vuelta, sacudiendo su capa, para así volver hacia la montaña cuando de pronto, en ese breve instante vespertino: cuando no domina ni la luz ni la oscuridad, escuchó un llanto a lo lejos.
Saltó sagazmente haciendo hondear su capa y rápidamente llegó al lugar de donde provenía el llanto. Cubierta por unos matorrales yacía una campesina muerta. Tenía perforadas varias partes de su cuerpo, aún estaba caliente por lo que no tenía mucho de haber muerto y muy cerca de ella había un recién nacido que se resistía a la muerte emitiendo aquel llanto que había escuchado unos instantes atrás.
El ermitaño se conmovió al ver aquella escena. Probablemente la mujer había intentado huir de los bandidos, pero la descubrieron mientras escapaba y la hirieron de muerte, pero al menos logró escabullirse y ocultarse en el bosque para dar a luz a su retoño. Con todo lo que vivió aquella tarde, pudo comprender que la oscuridad no puede ser absoluta. A pesar de la destrucción de la aldea y la muerte de todos sus habitantes, un rayo de vida se encendía en medio del dolor. Lo había visto tantas veces en la naturaleza cuando algún animal caía muerto en la tierra. Su cuerpo se podría y olía terriblemente mal; sin embargo, aquello nutría a la tierra y de lo más sucio y podrido podían salir las flores silvestres más hermosas. No era un misterio que en medio de la muerte podía haber vida.
Aquel día, el nacido de la muerte encontró una esperanza en aquel ermitaño quien lo tomó en brazos y lo llevó para cuidar de él en lo profundo de la montaña Lifer.
Esta obra aún está escribiéndose. Se calcula que estará lista para finales del 2025 junto a Cenizas y Sombras, ya que son una sola obra dividida en dos libros.